POR HÉCTOR MAURO OLMOS & MARTINA LUJÁN BURGOS
La inconclusa Ciudad Universitaria, que una vez fue un ambicioso proyecto, prometía ser un prestigio monumental de la región y un palacio didáctico para albergar a miles de estudiantes y crear un gran polo educativo. La idea de esta ciudad se inició en 1940, pero el camino hacia su consolidación fue turbulento e interrumpido varias veces debido a recortes presupuestarios, la renuncia de Horacio Descole, su impulsor, y, en última instancia, paralizada por los golpes de Estado de la época. La flamante obra del Cerro San Javier se vio detenida porque los gobiernos que sucedieron no la consideraron una prioridad. Al cesar estos regímenes, y tras un tiempo de haber retomado el camino de la democracia, en 1990 la construcción del centro de enseñanza recibió luz verde para su inicio, el cual décadas atrás había sido frustrado.
Los Yacimientos Mineros de Aguas de Dionisio (YMAD) representaban los principales fondos para la millonaria inversión que articulaba obra pública, educación y garantías constitucionales. Sin embargo, la investigación emprendida entre 2007 y 2008 demostraría todo lo contrario: había ex-rectores que falsearon actas para dar por concluida la obra y, en su lugar, se implementó un plan de obras con fondos de YMAD.
Mientras que miles de estudiantes cursábamos en aulas superpobladas y edificios sin mantenimiento, más de $300 millones destinados a construir una nueva Ciudad Universitaria se desvanecían entre contrataciones oscuras y desvíos que hoy llegan a juicio.
El martes 30 de agosto, el Tribunal Oral Federal se convirtió en el punto de encuentro de civiles, abogados y prensa acreditada que esperaban con aflicción la sentencia de Juan Alberto Cerisola, Luis Sacca, Olga Cudmani y Osvaldo Venturino, acusados por el desfalco de fondos destinados a la Ciudad Universitaria, el incumplimiento de sus deberes como funcionarios públicos y el delito de fraude a la Administración Pública, un hecho de corrupción y un perjuicio grave a la Universidad Nacional de Tucumán (UNT).
Durante toda la jornada matutina se expusieron los hechos y las causas por irregularidades en obras públicas de la UNT con fondos mineros. Los imputados emitieron declaraciones apelando a su presunta inocencia y se mostraron disgustados con el recorrido procesal atravesado durante 15 meses de audiencias y con casi 60 testigos. El Ministerio Público Fiscal sostiene que se montó un sistema discrecional y fraudulento, mientras que las defensas replicaron que todo se hizo con dictámenes jurídicos, controles internos y dentro de la autonomía universitaria.
Hay un cuarto intermedio y el Tribunal Oral Federal se convierte en epicentro de especulaciones y suposiciones a la espera del veredicto. La sentencia ya se ha dictaminado: 3 años y 6 meses para Juan Alberto Cerisola, la absolución de Luis Sacca, 3 años y 2 meses para Olga Cudmani y 2 años para Osvaldo Venturino. Hay estupor por lo sentenciado.
Pareciera que todo ya ha cesado, que el veredicto culminante emitido por los jueces subrogantes representa el fin de uno de los episodios de violencia institucional que sustrajo el derecho a la educación y futuro mejor.
Esto, sin embargo, no es así, porque aquel esqueleto de cemento demuestra que mientras siga sosteniéndose y decorando los terrenos verdosos del Cerro San Javier, una herida lacerante seguirá abierta entre los estudiantes, docentes, investigadores, trabajadores y egresados que luchan por sostener el prestigio de nuestra casa de altos estudios. Lo que hoy es un edificio inacabado, en su momento, fue una promesa, un sueño, una esperanza y un espacio donde generaciones enteras de estudiantes íbamos a crecer, aprender, encontrarnos y hacer historia. Hoy, sin embargo, narra el contraste doloroso entre lo que pudo ser y lo que es. Los pasillos que nunca existieron, las aulas que nunca se construyeron y la universidad que quedó en el imaginario se vuelven evidencia de una oportunidad perdida. Más allá de la viabilidad técnica cuestionada por un estudio ambiental y legal del terreno, la cuestión central permanece: la promesa de un espacio de prestigio fue interrumpida, y esa interrupción continúa condicionando la identidad de la comunidad.
Por esto y más, el caso nos involucra a todos, porque la Universidad Nacional de Tucumán somos quienes enseñamos, investigamos, administramos, trabajamos y estudiamos. Todos herederos directos de un proyecto que no fue. Nos duele aún más que la institución que nos contiene haya sido parte de decisiones que hoy ponen en tela de juicio su transparencia. Y, sobre todo, es una enorme tristeza saber que los sueños de miles de estudiantes quedaron truncos entre resoluciones, firmas y contrataciones. Puesto que la promesa era la de una sede universitaria que albergara un conjunto de facultades y que, a través de una identidad visual unificada, fortaleciera el prestigio institucional, esa visión debía ir acompañada de un entorno académico capaz de impulsar el crecimiento de la capacidad docente y de otorgar los recursos necesarios a profesores, investigadores y estudiantes. En ese marco, y con tantas otras aspiraciones pendientes, la interrupción de la materialización comprometió la propia posibilidad de escribir una historia educativa más amplia, dejando a toda la comunidad universitaria y quienes la componen a la espera de un futuro que aún no llega.
Lo que se juzgó no fue un hecho aislado, ajeno a nuestras vidas, sino la apropiación indebida de recursos que pertenecían a la Universidad Pública y a todo un conjunto de toda una sociedad que ve en la educación superior una herramienta de ascenso social y progreso para la construcción de sueños colectivos.
La reparación, el derecho y la memoria por el desvío y malversación del dinero destinado a la construcción, mantenimiento y desarrollo de la Ciudad Universitaria es hoy una insignia de lucha política que se asienta entre los gritos de un sinnúmero de damnificados que observan cómo sus oportunidades se convirtieron en desaciertos, las esperanzas en angustias y sus sueños en meras fantasías.
Por ello, el repudio al atropello de utopías comunes nos debería empujar a la organización y a la defensa de nuestros derechos, porque la memoria institucional no puede depender de los fallos judiciales: debemos recordar para reconstruir una universidad más justa y más transparente.